Los cierres centralizados, bodas y confianzas varias

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Acabo de pasarme por el blog de Miki y he visto con gran satisfacción que acaba de publicar, así que como yo no voy a ser menos (y llevo cierto retraso, por qué no decirlo) aquí me teneís, dispuesto a narraros un par de acontecimientos que me rondaron estas fechas…
El primero de estos acontecimientos es un descubrimiento. Sí, habéis leído bien: un descubrimiento. No, el que lleve bata blanca en el curro de los sábados no implica que trabaje en un laboratorio investigando cosas… Eso es sólo porque resalta más el magenta del toner de impresora. En fin, volviendo al hilo, el caso es que he descubierto una chorrada interesante: ¿cuanto hace falta para que alguien con quien acabas de hablar por primera vez te coja confianza?

Cuatro minutos.

Ni uno más ni uno menos. Eso sí, no valen cuatro minutos cualesquiera. Tienen que ser cuatro minutos repartidos en cuatro llamadas telefónicas, y si tú estás del otro lado con un pinganillo, mejor. Supongo que será el catalizador…

Últimamente en la empresa andamos a vueltas con una serie de actualizaciones en los clientes. De esas que se hacen por cosas de la Ley y legislación de nuestro país. Todo cambio realizado en un programa por este tipo de razones presenta dos rasgos característicos, simples y demoledores como un azucarillo de granito de 3m³: Se hace por cojones y no los quiere ni Dios, y a veces (creedme) hacen bien en no quererlas… pero como dije son por cojones. Y así, amparados por una vez por la ley, desenfundamos nuestros teléfonos y llamamos a nuestros clientes esgrimiendo frases al más puro estilo CSI (o Corrupción en Miami, si hay algún nostálgico por aquí) como «Señora, la Ley es la Ley» o «Si tiene quejas, a la Moncloa», bueno no sería exactamente a la Moncloa a donde tendrían que llamar, pero molaría poder soltarles ese ladrillo.

El caso es que finalmente, todos ceden.

Una vez rota su defensa («No señora, la competencia también acata la Ley…») tenemos que acceder a su ordenador mediante un control remoto. No se si sabéis lo que es un control remoto (y que nadie me diga un mando a distancia).

Básicamente consiste en lo mismo que en las posesiones demoníacas: en una posesión una persona más o menos inocente es tomada bajo control total de un demonio: ésta hace lo que el demonio quiere y éste ve a través de sus ojos y habla a través de su boca…  y claro, la acaba liando. Pues en un control remoto tomamos el control total de un ordenador de un usuario más o menos inocente y el ordenador hace todo lo que queramos, vemos su pantalla y el ratón hace lo que le digamos… y claro, la acabamos liando… a veces.

Tras establecer el remoto con el cliente enviamos unos ficheros semejantes al ya mencionado azucarillo y despues hacer una serie de pasos, que una vez los has hecho tropecientas sesenta y nueve veces, pues ya es como si uno le dijese al demonio «mira aquí te dejo mi cuerpo, haz lo que tengas que hacer. Mi mente se va a contar motas de polvo en el desierto del Gobi» y sale todo mecánicamente…

A no ser que algo te llame la atención, claro.

En la actualización número tropecientos setenta me contesta una señora. Educada, firme, segura de si misma ¿he dicho ya educada? Porque realmente me impresionó, así de primeras, el lenguaje ultra-formal e impolutamente correcto que manejaba. Yo me la imagino como la señorita Rottenmeier de Heidi. Con sus gafitas, su lenguaje culto, la cara de ladrillo y el teléfono en la oreja buena.

— Buenos días, soy de {escriba-aquí-el-nombre-de-la-compañía}. Le llamaba por lo de la actualización que estamos realizando con motivo del cambio de legislación. Ya le habrá llamado un compañero mío el otro día.

Lo del compañero, no es nada personal, pero cuando se trata de clientes agradables, humildes y comprensivos como se trata de este sector de la empresa: gente podrida en dinero (si os contara las cantidades que maneja este personal…), acostumbrada a mandar, agarrados (increíble) y sobre todo acostumbrada a mandar (¿esto ya lo dije?), pues prefiero que sea un «especialista» que los ablande y el personaje en cuestión es un hacha dejando esta clase de cosas a remojo.

— Oh. No me diga que ya me toca a mí. No sabe el disgusto que me da. ¿Pero es realmente obligatorio?

— Lo lamento, señora, pero no me queda otra opción.

— Señorita, si no le importa

— Le ruego me disculpe.

Va cogiendo parecidos a la señorita Rotenmeier ¿eh?

— En fin, proceda por favor.

Tras recibir su venia, fui realizando las operaciones que se me encomendaban y en algunos casos hay que reiniciar varias veces el equipo (en función de como tengan de actualizado el servidor, porque hay alguno que no se toca desde que las máquinas de escribir tenían teclas separadas para mayúsculas y minúsculas). El caso es que tras el reinicio es necesario reiniciar también la posesión demo… digo el remoto.

En la cuarta llamada, ya finalizadas todas las actualizaciones, cachivachadas, chapucillas varias y unos trescientos veinticuatro «ustedes» después, le indico cortésmente (no iba a ser menos :P) que ya está todo el pescao vendido, le cuento los cambios y todo eso y me dice de repente:

— Vaya, ya era hora, crío.

Y me cuelga.

Imagíaos mi cara. Mirando al infinito sin ver nada, boca abierta, expresión incrédula, el pinganillo colgando de la oreja… Créedme, hay una foto.

Los «si es tan amable», «por favor», «si tiene a bien» y demás formalismos — que he de decirlo: me encanta la buena educación y la expresión formal para cuando hablo con alguien a quien no conozco — dieron paso aun mal mascao «ya era hora». Los «usted» y «señor» a un «crío» y los «Buenos días», «¿puedo ayudarle en algo?», «si necesita algo avíseme sin falta» a directamente a la amarga voz de nuestro amigo «tono prolongado».

Si la vida fuera un manga, en ese momento en el que me hicieron la foto aparecería una enorme gota al lado de mi cabeza. Absurdo.

Conclusión: ¿Qué hace falta para que alguien te pierda totalmente el respeto? Pues cuatro llamadas de teléfono.

En fin, el jueves pasado le andaba yo contando estas cuitas a mi padre –que le encanta que le cuente anécdotas del curro– cuando llegamos a casa de hacer la compra para los pinchos de la boda de mi hermana. Metemos las cosas en la nevera, apilamos los estantes y nos sentamos en la mesa del porche a esperar a la casadera y a nuestra común madre que fueron de compras de última hora.

El tiempo pasa y llegan las mencionadas. Se sientan con nosotros. Bien, ya está el «kit básico familiar». De dos pasamos a cuatro.

Al cuarto de hora aparece mi prima con su marido que venían a darle el regalo a mi hermana. Mi hermana se levanta y coge el regalo. Lo cierto es que ese momento me despistó y no presté atención a cómo mi madre se levantaba en dirección al frigorífico y volvía con queso, cervezas, chorizo, mejillones, pan, etc… vamos, que iba a invitarles a un pincho. Finalmente se sientan con nosotros. De cuatro pasamos a seis. El kit básico familiar acababa de recibir un extra.

Qué ignorantes éramos de lo que nos depararía el destino y de lo que depararía ese mismo destino a un pobre motorista que circulaba con su Vespa a media noche por una carretera casi aislada de la civilización. Pero no adelantemos acontecimientos… cada cosa a su tiempo.

A los diez minutos de que la mesa estuviera repleta de víveres y viandas pasó mi futuro cuñado y al vernos allí y ver a su futura señora también con nosotros decidió aparcar y sentarse con nosotros a la fresca. De seis pasamos a siete.

Entre parloteos y varias rondas de choricitos, panes, mejillones y demás típicos miembros de la fauna furanchera, nos dan las diez y cuarto. Mis tíos de camino a su casa tras una jornada de trabajo ven varios coches (el mío, el de mis padres, el de mi hermana, el de mi cuñado y el de mis primos) que deciden detenerse por si ha pasado algo malo. Según parece mi madre y ella comparten ese gen que hace que cualquier cosa fuera de lo habitual tiene que ser forzosamente malo. Se han invertido millones de dólares americanos, euros europeos y rupias rojas del Zelda en el proyecto Genoma pero todavía no han encontrado ese gen para poder tratarlo.

Finalmente se sientan con nosotros, tras la sorpresa/susto inicial. De siete pasamos a nueve.

Seguimos comiendo, seguimos viajando hacia la nevera, continuamos considerando subcontratar el catering, seguimos cortando pan y pan y, de repente, escuchamos como se frena un coche delante de casa (esta vez ya al otro lado de la carretera). Mi primo pequeño, hijo menor de los últimos en llegar. Viene a saludar y se sienta. De nueve pasamos a diez.

Pero no se quedó ahí la cosa, que va. En cuanto llego mi primo lo primero que dijo fue «Jo, pues mi hermano y su mujer venían hacia aquí»

Y efectivamente, llegar llegaron. Ya eramos doce. Y faltaría el último pie en la mesa, otro primo mío, que también venía a traer sus ofrendas a la parejita, acabo por llegar y casi casi lo encadenamos a la mesa.

Teníais que vernos. Creo que ya no recuerdo la última vez que nos juntamos tanta y tanta gente… y lo más simpático es que fue de forma totalmente espontánea y natural… vale, que fuese la boda de mi hermana tuvo su efecto, que ya se yo que no vienen por mi encanto personal, pero fue genial.

Una de las muchísimas cosas que se dijeron en la mesa fue que si lo queríamos organizar a propósito no saldría tan bien y creo que tenía toda la razón: las mejores cosas de nuestra vida simplemente surgen ante nosotros, hayamos intervenido o no.

Un motorista circulaba por una carretera rural (y tan rural) al filo de la media noche. Llegaba tarde, pero no podía ir más rápido en su Vespa «bola ocho» ya que apenas le funcionaba el faro delantero y la carretera estaba totalmente a oscuras. No sentía miedo, pero si iba con cuidado de que nada o nadie le fuese a saltar de cualquier lado y lo derribase.

— Cielo santo, aquí no se ve nada.

Al llegar a un determinado punto de la carretera, en uno de los pocos tramos rectos que ésta posee no oyó como alguien, entre las sombras, sentado a una mesa abarrotada de viandas y familiares aparecidos espontáneamente de todos los lugares,  susurraba:

— En cuanto pase entre los coches, le damos todos a la vez al cierre del coche.

🙂

Xau xau

PD: Este post lo empecé a escribir el viernes, el día antes de la boda de mi hermanita. ¡Peazo de boda! Coming soon

7 comentarios en “Los cierres centralizados, bodas y confianzas varias”

  1. Una vez mas «las apariencias engañan». Lo que me extraña es que da igual que tuvieses 45 o 50 años, le pareciste un crio y no me imagino por qué. Voz de pito no tienes….Tengo que ver esa foto.

    Enhorabuena a tu sister por la boda. Nunca me espere que fuese la primera de nosotros (por ser la más joven). Solo desearle toda la suerte del mundo.

    Te podría yo contar viajes (el de Lisboa por ejemplo) en los que sin haberlo planificado nada de nada (ni siquiera el hotel) fueron de los mejores viajes de mi vida. Como me gusta decir a mi «en la improvisación esta la aventura».

    Estaría bien una foto del pobre motorista asustado.

    Nos vemos!

  2. Hola Miki… una pregunta… ¿me estabas controlando?

    Es que acabo de publicar ya mismo… y ¡zas! ya tengo una respuesta tuya. Es más, si preguntas por la foto, es que comentaste antes de que actualizara el post… ya está el enlace a la foto. XD

    Lo de mi hermana es tremendo. Va a toda a toda pastilla: hace poco más de un año que se fue a vivir con su, ahora, marido. Y
    no llegan a los dos años saliendo juntos. Te lo digo yo, en nada tu y yo estaremos yendo a un bautizo 😀 jajaja.

    Cambiando de plano, si la vida fuera una ensalada enorme, sin duda las sorpresas serían la sal que le da ese puntito necesario
    y sin el cual a veces la vida se vuelve monótona y plana. A veces las buscamos o las forzamos y está bien. Pero lo mejor es cuando simplemente surgen.

    Como bien dices «en la improvisación está la aventura».
    Creo que todos deberíamos improvisar un poquillo más.

    Abrazos

  3. Desde luego lo de darle al cierre centralizado del coche es muy tuyo y de tu familia!!!!!! Y ahora es cuando pienso ¡¡¡¡¡Onde me he metío yo!!!!!
    En fin, Miki lleva razón, una foto de la cara del motorista ya hubiese sido la repera!! jajajaja
    Concuerdo con ustedes en que las cosas menos esperadas o sin preparar son de las mejores, pena que no sucedan más a menudo!
    Saludos a tod@s
    😉

  4. Algo quedará en la nevera, supongo. Después del «saque» que le metimos puedo ofrecerte «ancas de araña» y la última croqueta del plato (esa que nunca se come y queda sola y abandonada en el plato). Para beber, tengo agua del grifo. Eso sí, fesquita.

    Pero tendrías que venirte hasta casa
    🙂

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