Explosivos, la sala de urgencias y los 360 segundos

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Hasta hace unos días estuve viendo una serie en la que uno de los malos era capaz, a través de la alquimia, convertir a las personas en explosivos utilizando el azufre, mercurio y otros elementos presentes en nuestra fisionomía… lo cual demuestra totalmente lo retorcido que es el ser humano.

No. No me refiero al hecho de que este personaje de ficción se gane la vida haciendo méritos para que los talibanes lo fichen en su equipo como delantero centro, ni que el autor haya sido lo suficientemente retorcido como para idear un personaje así… sino que quiero poner de manifiesto la capacidad que tiene el ser humano para complicarse la vida, ya que aunque existan formas sencillas de resolver un problema nosotros siempre buscamos los tres pies al gato. Definitivamente no tenemos remedio.

Todo comenzó hace unos días. Ocho para ser exactos. Pero no fue hasta el miércoles en que me percaté claramente del plan terrorista que mi cuerpo estaba planeando en contra de mi persona.

El caso es que llevo toda la semana encontrándome mal, cansado, hinchado y pesado. Me dolía la barriga un montón… toda ella, y apenas tenía hambre. Yo le echaba la cupla al hecho de dormir poco y/o dormir mal. Hasta que el miércoles lo ví claro. Llevaba desde el viernes sin hacer de vientre –que es lo que los acomodados y sensibles van a hacer al baño, el resto de los mortales mayores de edad vamos a cagar y los menores a hacer caca– y claro, a golpe de miércoles mi cuerpo se encontraba de mierda hasta el cuello, casi literalmente.

La pesadez corporal que sentía el miércoles era tal que pense «He de ir al médico, de seguir así voy a explotar». Quién me iba a decir a mí que precisamente por el hecho de ir al médico iba aumentar considerablemente mis posibilidades de explosión.

El caso es que el jueves por la noche interrumpí la cena de mis padres para decirles que me iba a Urgencias, que ya no aguantaba más, que me sentía mal y todo eso. Tres cuartos de hora después estaba allá.

No se si sucederá en todas las salas de Urgencias de este planeta, pero la de mi localidad acojona. Parece sacado de una escena del Silent Hill. Entrada oscura únicamente interrumpida fugazmente por un neon que parpadea tímidamente. El panel del directorio está en el suelo esperando a que alguien lo remate. A la izquierda un pasillo largo que desaparece en la negrura, a la derecha la sala de espera, a media luz, repleta de gente que se mueve lentamente sin hacer ruido. Excepto por el chaval de dieciséis años con piercing en la nariz que está escuchando música con su móvil, sin cascos.

Me alcanzo al mostrador, saco mi tarjeta sanitaria y, al igual que el resto de pacientes de la sala, no queriendo interrumpir la audición de reggeatón del chaval, espero pacientemente en silencio a que el recepcionista repare en mí. Estaba leyendo una novela. Al par de minutos me mira, marca la página con mimo, cierra el libro, lo apoya la mesa y se me acerca. Me observa unos segundos durante los cuales me sentí como uno de esos gorrillas que van con el cartelito diciendo «Siñora i siñores, una alluda po favor» ya que estaba yo allí, mirándole con carita de pena, con mi tarjeta sanitaria en la mano. «Siñó, páseme la tarjeta po favor» bien podría estar escrito en la tarjeta.

Tras tomar mi tarjeta y pasarla por el lector me dice al fin. «Pregunte quién es el último y siéntese».

En fin. como cuando vas a por el pan. «¿Quién es el el último?» preguntas educadamente y todo el mundo se gira y te dice «¡¡Túuuuuu!!». Pues igual.

Tengo bastantes amigos que podrían narrar acontecimientos de esta clase de lugares con mucho más detalle ya que se dedican profesionalmente a estas cosas, pero la fauna urgenciera es digna de estudio y debate. Había una chica de unos diecinueve años que solo lloraba, no se si porque estaba preocupada o por ir acompañada por el elemento del reaggetón, que, sinceramente creo que era la que peor aspecto tenía así que considero que estaría más malita que los demás. El resto con caras tristes, apagadas y grises… de enfermo vamos, pero sólo cuando se daban cuenta que les mirabas. En cuanto los pillabas desprevenidos les veías sonriendo o jugueteando con el móvil, pero inmediatamente cruzaban vista contigo y volvían al gesto constriñido de dolor.

Ojo, no quiero menospreciar su dolencia, ni criticar el hecho de que posiblemente hubiese sido mejor ir al médico de cabecera por la mañana –esto va por mí también– pero sí quiero subrayar que a mi me parecía que todo el mundo quería aparentar estar algo peor de lo que estaba para o bien entrar antes a la consulta o bien que cuando lo hiciesen no les echasen la bronca.

En fin, el caso es que yo estaba que no me podía ni sentar, así que aproveché mi dilatada experiencia en el Resident Evil y el Silent Hill para afrontar la sala del neón parpadeante. Y allí estuve caminando cerca de dos horas ya que me sentía mejor en movimiento.

Cuando me hicieron pasar, me sentaron en una silla y allí volví a esperar. A los diez minutos entró el médico, un hombre de unos treinta y algos, muy alto y moreno que nada más verme me dijo.

— Yo os he comprado el ordenador.

En ese momento reparé en que llevaba la camisa «oficial» del curro que tiene el logo bordado

Tras agradecerle la confianza en nuestros servicios de venta –creo que es a esto a lo que se refieren al marketing extremo–, le expliqué la situación y le trasladé mi estado palpitante de preocupación. Después debatimos durante unos breves e intensos momentos la dificultad que suponía para el profesional sanitario el manejo del nuevo sistema informático –es de todos sabido que los programadores conocemos todos los programas del mercado así como todos aquellos que se hacen por encargo– decide clavarme una aguja en el trasero e indicarme un tratamiento para aplicar en casa muy simple y resolutivo.

— No te llevará más de cinco minutos.

A mi me sonaba a mentira, o a milagro recordando aquel debate que tuvimos en este blog acerca de la «confianza o fe en el médico». ¿En cinco minutos iba a solucionar mis problemas de tránsito? Por Dios, a este tío hay que plantarlo en hora punta en la rotonda de la entrada a la ciudad.

Salgo de la consulta y desdoblo el papelito que me dió. «Enema Casen 250ml», rezaba la sencilla nota.

Tras pasar por la farmacia llego a casa, me siento, saco el paquete de tabaco y me fumo un cigarrillo totalmente tranquilo y sereno. Al otro lado de la mesa, la caja del enema me observaba con ojos lascivos. «¿Sabes en lo que voy a convertirte, verdad?»

Ignoré sus palabras, lo sujeté con mi mano derecha y mientras apagaba el cigarrillo con la izquierda.

— Tu y yo vamos a hacer un trabajito.

Como bien sabrá el lector Einstein formuló en una de sus teorías es que el tiempo es relativo. Lo que quizá no sepa es que esa teoría se le ocurrió en los instantes después de haber utilizado un enema.

El primer minuto está bien. No pasa nada, pero a partir de ahí el tiempo se dobla, se estira, se alarga hasta parecer minutos, horas, días. Cinco minutos en los que tu cuerpo se transmuta progresivamente en material explosivo. Al comienzo tienes una extraña sensación, sientes frío en tu interior. Poco a poco el frío da lugar a extraños ruidos y movimientos peristáticos dignos de un trapecista ruso experimentado.

Dos litros de sudor después miras el reloj y han pasado los primeros ochenta segundos. A partir de ahí, pasas a ser un ovillo en el suelo. Sientes como si te estuviesen haciendo un butrón desde el bazo hasta el intestino grueso. Ciento cuarenta segundos.

Te cuesta respirar, el sudor que corre por tu frente se vuelve frío. Quizá sea tu cuerpo el que está ardiendo. Tic tac, los segundos no pasan, son prácticamente minutos. Cuando llevas cuatro minutos, doscientos cuarenta segundos, el recuerdo de estar sentado fumando el cigarrillo es algo lejano. En uno de los retorcimientos múltiples de tu cuerpo ves el paquete de tabaco. «Y yo que esperaba esperarme los cinco  minutos fumando tranquilamente un cigarro.».

Trescientos segundos. «Esta cerca, falta poco…» te intentas decir una y otra vez. Pero la suerte está echada. Lo que llevas en tu interior es una criatura cabreada, que comienza a activar detonadores a lo largo y ancho de tu intestino. El dolor se hace dueño de tí. Sientes pinchazos, regorjeos y toda clase de sensaciones extrañas. Trescientos veinte segundos. No puedes más, sientes que estás, literalmente, a punto de explotar. Duele, y mucho.

Trescientos sesenta segundos. Está hecho. La lentitud con la que pasaba el tiempo se transforma en una velocidad inigualabe. Tus temborosas manos no dan hecho con el calzoncillo. Tus piernas te pesan y crees que nunca alcanzarás tu objetivo a tiempo. Eres una bomba humana.

Y apoyas tus nalgas en la fría taza de loza. Creo que fue la primera vez en mi vida que me dio igual cuan fría estaba. Y estallé. Estallé dolorosamente y me vacié allí mismo. No se cuanto tiempo estuve allí sentado, con los brazos recogiendome el abdomen y dentro de éste un gran dolor que iba mitigándose demasiado despacio.

En ese momento, sonrío y recuerdo al alquimista de la serie. Tantos años estudiando y lo podía haber logrado repartiendo a diestro y siniestro enemas Casen.

Si es que los seres humanos nos complicamos demasiado la vida.

Un aliviado saludo a todos.

🙂

6 comentarios en “Explosivos, la sala de urgencias y los 360 segundos”

  1. Ahora ya sabes lo que es que te empieze a explotar una traca valenciana por dentro…

    Yo lo tuve que soportar hace unos años pero por otros motivos. Cuando tuve la piedra en el riñon, los médicos me programaron una urografia para comprobar que mis riñones funcionaban perfectamente y, a parte de una dieta bestial que tuve que hacer durante 15 dias donde no podía comer ni pan, ni leche, ni yogures, ni nada practicamente, el dia anterior a la prueba tuve que tomarme un bote de fosfosoda que es similar a lo que tu te tomaste. EL final ya lo sabes tu.

    Me alegro que te hayas mejorado.

    s2!

  2. Acabo de ver la publi….Bueno, al menos no es de esta publi cansina que se te mete en medio de la pantalla y te impide ver lo que realmente quieres ver.

    Ya me dirás cuánto sacas con ella…

    S2!

    PD: Breo comentando….Estará enfermo?…Ja,ja,..Bienvenido de nuevo Breo y a ver si no pasan otros 3 años hasta el siguiente comentario.

  3. A ver, supuestamente hoy saco un pavo y algo… vamos para el café… jejeje

    Pero a lo largo del año pago el hosting… ya te comentaré.

    Me alegra que no sea «demasiado» intrusiva. Quiero publi pero no molestar.

  4. Jejejeje
    Es verdad, hay que llamar a Breo a ver si no esta en cama sin nada que hacer y por eso ahora lee el blog y hasta hace comentarios!!! jajajajaja
    En fin, el post esta guay aunque hay detalles demasiado descriptivos para mi gusto :P, lo bueno es que ya estas mejor!!
    Saludos a tod@s
    😉

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